Papá, ¿Qué le pasa al mundo?

Hoy se cumplen 70 años, fue durante el 2020. Recuerdo la cena de nochevieja… a mis padres abrazándose. Recuerdo la felicidad que había en casa porque papá había creado una nueva empresa de importación-exportación y se prometieron que ese año iba a ser el suyo, que el trabajo duro traería los frutos que tanto tiempo llevaban esperando, que sus ilusiones por fin, se materializarían después de tanto esfuerzo e inversión.


Papá, ¿Qué le pasa al mundo? Pregunté sólo unos meses más tarde, sentados en el sofá de casa. Yo no entendía nada. Mi padre, una persona hiperactiva, risueña, optimista, fuerte, languidecía por casa sin poder moverse, sin ser él mismo. Abatido. A mis ojos inexpertos parecía simplemente otra persona.
Veía a mis dos adultos favoritos comportarse de una manera extraña, una que no había observado hasta entonces. Lo que más mosqueado me tenía era que no había manera posible de que me llevaran al parque.  Los primeros días, entre mis gritos de desesperación y aburrimiento, me explicaron que no podíamos salir porque se había escapado un virus por el mundo, uno muy peligroso. No podía siquiera ir a la escuela. Me dijeron que de movernos de allí, podíamos infectarnos o infectar a alguien y que debíamos ser responsables, quedándonos dentro por fuerza. Yo seguía sin entender nada.

Supongo ahora que, en su mente, ésta era suficiente explicación. Como cuando estaban tan cabreados que no eran capaces de explicar todos los motivos de su enfado. Pero la emoción aquí era más bien tristeza, apatía.
Yo seguía dándole vueltas al asunto: ¿De dónde había salido ese virus? ¿Qué era? ¿Dónde estaba China? ¿Cómo viajaba el virus? ¿Por qué era imposible pararlo? Todas estas dudas rondaban mi cerebrito las veinticuatro horas de aburrimiento que tenía el día. Para mí, no podía haber mayor calvario que el estar encerrado en casa.

Un sábado a la hora de comer, cuándo ya llevábamos unas tres semanas sin movernos de casa, (recuerdo que era sábado porque ese día comimos pollo a l’ast, como todos los sábados) salió por la tele un señor que debía ser bastante importante y dijo, entre los gritos de mi padre, que todavía íbamos a tener que alargar el encierro dos semanas más. El enfado en el ambiente era morrocotudo. La nueva empresa de mi padre se estaba yendo a pique y por lo visto los que mandaban no hacían nada en su favor, tampoco en favor de sus trabajadores. Mi padre gritaba y despotricaba, preguntándose a qué nefasto político habían ido a parar sus impuestos, incapaces de salvarlo de esta hecatombe.
Después de este episodio, mi padre estuvo un par de días sin moverse mucho. Del sofá a la cama y de la cama al sofá, arrastrando los pies. Recuerdo a mi madre preocupada, su chispa innata se había apagado y todas sus ilusiones se habían desvanecido para dejar paso a un ser inerte que ya no tenía ninguna fe en el mundo en el que vivía. Mi padre estaba al borde de la depresión. Pero si algo tenía ese hombre era fuerza interna y al tercer día resucitó con otro semblante totalmente distinto. Por lo visto, había dejado atrás todas sus penas, todas sus antiguas ilusiones y sus recientes desilusiones. Había reconfigurado su objetivo y una chispa de luz brillaba en sus ojos, especialmente al mirarme.

Puedo verlo en mi cabeza como si hubiera pasado ayer. Ese mismo día, mi padre preparó la mini habitación trastero que sobraba en nuestro piso de setenta metros cuadrados y me dijo que a partir de entonces, íbamos a hacer clases en casa, que ese día empezaba mi educación del confinamiento. Me dijo que me iba a explicar cómo funcionaba el mundo y qué yo debía armarme para afrontarlo, para cambiarlo.

De entrada, yo estaba más que feliz. No sólo iba a pasar mucho más tiempo con mi padre (normalmente ni siquiera lo veía por las noches, pues cuando él llegaba de trabajar, yo ya estaba durmiendo) sino que además, había prometido explicarme millones de cosas que yo no sabía. Como un oasis en mitad de un desierto de hormigón. ¡Mi ilusión tocaba techo!
La lecciones empezaron con el mapamundi. Mi padre me enseñó dónde estaba China, dónde estaba EEUU, y qué países comprendía Europa. Luego me explicó cómo cada una de esas potencias trataba a sus ciudadanos. Cómo de difícil era conseguir el dinero. Cómo sin dinero en EEUU no podías ir al médico. Como había que trabajar en China para poder vivir si eras de los que tenían poco o nada. Cómo los gobiernos permitían a las personas con mucho dinero pagar menos de lo que debían, mientras estúpidamente hacían que las personas con menos recursos nunca tuvieran suficiente para vivir decentemente, a base de impuestos y leyes insostenibles. En ningún momento encaró estas enseñanzas como algo triste, simplemente me explicó lo que había y me encomendó la misión de cambiarlo. Me hizo sentir el héroe que debía mejorar el mundo. Pensándolo ahora, no puedo más que atribuirle un mérito increíble. La imaginación de mi progenitor para explicarle a su hijo de 9 años las injusticias del mundo parecía no tener límite. Él me contó sobre la destrucción del mundo junto con aquellos que eran mis animales favoritos, me explicó la infinita explotación de los recursos naturales a manos de niños de mi edad forzados a ser adultos demasiado pronto, me contó sobre el ninguneo a los países del llamado tercer mundo, dónde las personas morían sin poder llevarse nada a la boca. Mi padre me hizo ver durante aquellas semanas de educación doméstica la falta de lógica, respeto, amor propio y sensibilidad que se escondía detrás del comportamiento humano. La tremendamente triste persecución del dinero, antes que la felicidad. Mi padre me enseñó más en unas semanas que lo que había aprendido en todos los años de educación convencional. Se había propuesto crear en mí una semilla para el cambio, y mi cuerpo parecía estar predispuesto a cuidarla, dejándola enraizar debidamente.

Una vez terminado el confinamiento, recuerdo que todo siguió igual. Volvimos a las calles y volvió el ritmo frenético. Todo el mundo parecía vivir igual que antes, pero yo ya no era el mismo. Tenía una misión que cumplir.

Con los años, fui materializando mi meta, leyendo y formándome a mi ritmo. A los 15, ya había creado por internet el nuevo movimiento. A los 20, con más de medio millón de personas afiliadas, fui elegido para definir los patrones a seguir en mi ciudad, minimizando el impacto ambiental y aportando proposiciones de ley. A los 40 fui uno de los creadores del flamante Comité Internacional de la Ciudadanía, que se creó exclusivamente por y para la población con unas condiciones totalmente transparentes de personal cualificado y con experiencia para cada campo, sin intereses particulares, políticos, mercantiles, religiosos ni de clase y con la condición de que este sólo se podía dedicar a implementar las medidas que el pueblo votara semanalmente a través de sus teléfonos móviles. Cada país tendría un comité particular, con subdivisiones para cada comunidad y para cada ciudad o pueblo cuyos integrantes se iban a sustituir cada 4 años mediante unas oposiciones públicas a las que se podía presentar cualquier persona cuyo perfil se correspondiera a lo requerido por el bien común. Los candidatos fueron desde el principio personas cualificadas con experiencia probada en cada uno de sus sectores.

Por supuesto, nada de esto se llevó a cabo al principio, pues los gobiernos en su sillón de mando no me permitieron ejecutar ninguno de estos planes. Sin embargo la cantidad de personas que se afiliaban a nuestro movimiento crecía exponencialmente y, a la larga, nuestras ideas y los cambios generacionales hicieron que la gente fuera dejando de ir a votar paulatinamente, demostrando que el antiguo sistema no tenía ningún sentido.

Los gobiernos entregaron el poder a la ciudadanía el día 6 de Diciembre del año 2048 y desde entonces nada ha cambiado. Todos los adultos de mi generación recuerdan perfectamente sus días de confinamiento. Recuerdan lo que les enseñaron sus padres esos días y han trasmitido a sus hijos todo lo necesario para que los errores anteriormente cometidos nunca se vuelvan a dar. Somos un mundo nuevo.

Parece que ese comité fue una buena idea, pues hoy, éste es todavía el sistema político vigente en todo el globo. Nuestras propuestas se centraron desde el principio en cambiar el mundo. Propusimos que las empresas tuvieran que pagar al estado menos impuestos y que en su lugar, esa riqueza fuera a parar a manos del trabajador, lo cuál aumentaría el poder adquisitivo del mismo, haciendo que la economía fluya. Esto era posible, pues se había reducido de manera increíble los costes de cada Estado, eliminando parásitos. Prohibimos a las empresas las emisiones dañinas para el medio ambiente y creamos un plan medioambiental con estricta normativa en cuanto a desplazamientos corporativos que, aunque redujo la cantidad de compañías aéreas y el masivo negocio de la aviación “Low Cost” en general, contribuyó significativamente a la mejora del aire que respiramos hoy. Eliminamos el negocio de explotación de vidas animales, prohibiendo la sobreproducción de carne y educando a la población para entender que los recursos del planeta no dan abasto si todos queremos comer pollo todos los días. Poco a poco, conforme la tecnología avanzaba hacia la producción de carne sintética, las empresas cárnicas fueron desapareciendo, evitando el sufrimiento de los animales, aportando una mejora nunca vista a la dieta de la población y reduciendo de una manera increíble las emisiones de CO2. Por supuesto se abolieron los amiguismos y nunca más se volvió a adjudicar un contrato sin unas bases sólidas. Hicimos que todas las empresas dedicadas a la generación y distribución de energía eléctrica y agua (las únicas que quedan hoy de aquellos tiempos) pasaran a ser de la ciudadanía, prohibiendo negocios en base a primeras necesidades. Abolimos las guerras en todo el globo y por ende la fabricación de estúpidas armas, que de nada servían en un mundo en el que ya no existían soldados. En definitiva, creamos unas normas básicas, lógicas y respetuosas para la vida y para el planeta. Nos llevó 30 años de trabajo, ¿pero tan difícil era hacer algo tan necesario?

Hoy, por suerte, un mundo como el del 2020 es inconcebible. Somos otra cosa. La gente que más tiene comparte sus bienes. No se puede entender la explotación de recursos naturales. No se concibe la existencia de una clase “mandataria” de gente sin oficio ni beneficio, llevándonos continuamente al desastre como lo hacían los políticos en aquella época. Pero sobre todo, no se comprende cómo podíamos vivir en un mundo terriblemente herido por culpa de la avaricia humana.

La educación durante el confinamiento nos salvó y yo doy gracias a la chispa en los ojos de mi padre.


Madrid, 5 de marzo de 2090.
Expresidente del Comité Internacional de la Ciudadanía.



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