Doce Pangolines



La Reserva Natural de Shennongjia siempre fue un lugar tranquilo. Su población, habitantes de cabañas de madera esparcidas por el vasto territorio, pasan sus días tranquilamente, lejos del bullicio de las ciudades. Y aunque es verdad que la supervivencia es dura, pues los campesinos son el último escalafón en la sociedad China, la reserva ofrece a sus habitantes la paz y la calma necesarias para no convertirse en un mero habitante más en el siglo XXI: Siempre tarde, nunca feliz. 

En ella creyó toda su vida haber nacido Mong, el jefe del comando. Sus primeros recuerdos son muy borrosos. No puede encontrar en los mismos ningún tono verde, ni marrón. Tampoco recuerda el sonido del arroyo ni los juegos a su vera, característicos de los niños pobres de la reserva. Solo puede ver claro, sin ningún tipo de dudas, el gris de su celda y los barrotes negros que le impedían ser libre. Pero no dedica mucho tiempo a darle vueltas a este tema. Se convence entendiendo que él es diferente. 
Sus compañeros de lucha; Sherla, Otis, Dorlu, Raile, Pirla, Chen-Ye, Furo, Seilé, Min-Yuang, Girte y Nimu también son diferentes. En sus mentes, no existe otra idea, que la desarrollada desde el día del incendio. Aquel día, primero llegó el olor a humo, después la explosión y finalmente la mano de Mong en un mundo nuevo. 

Las primeras noches fueron extrañas. Es difícil adaptarse a un nuevo medio, a una nueva manera de vivir: la libertad. Qué curiosa odisea para aquellos que sólo saben vivir encerrados. Sólo las conclusiones y planes de Mong a la vera del fuego conseguían al principio apaciguar la desesperación en los ojos de sus compañeros. 

No fue cosa fácil para el líder del grupo entender qué era lo que estaba pasando en su anterior forma de vida, si es que se le podría llamar así. Si intenta transportarse al grueso de aquella época, su cerebro, que todavía se encontraba en fase de crecimiento, no podía relacionar vivencias y conocimientos. Tanto a él como a sus compañeros les habían explicado que sus padres los abandonaron. Que no quisieron hacerse cargo de ellos por sus malformaciones, que habían sido repudiados. Y aunque sus capacidades de razonamiento no estaban aún cien por cien desarrolladas, esa teoría no fue suficientemente creíble para ninguno de ellos. Eran demasiado diferentes y demasiado iguales entre ellos para creerlo. 

Sin embargo, la información suelta recibida al rebufo del aliento de sus captores, las conversaciones aleatorias que sus orejas eran capaces de captar, no alumbraban ningún tipo de resolución a sus inquietudes. ¿Quién soy yo? ¿Qué hago aquí? ¿Por qué me tienen encerrado? ¿Por qué soy diferente a quien me da de comer? 

Un día normal en la rutina de Mong y sus compañeros podía ser despertar amordazado a un bloque de hormigón armado mientras se les inyectaba un líquido de color azul que les recorría todos los recodos del cuerpo, desde la punta de la cola hasta el hocico, generando un infierno a su paso y buscando el aparentemente inalcanzable límite de dolor físico que estas criaturas eran capaces de soportar. Para ello, las pruebas y torturas llevadas a cabo por parte de los científicos eran infinitas: electroshocks, ahogamientos controlados, confinamientos extremos, aplicación de fuerzas…

Los científicos no salían de su asombro. Todos ellos eran por lo menos cincuenta veces superiores a un humano común, pero el caso de Mong era distinto. Para que empezara a sentir algo, había que aplicarle una fuerza setenta y cinco veces superior a la de cualquier ser humano. 
Sin saber cómo, Mong era cada día más inteligente. De repente, era capaz de oler más lejos, escuchar mejor, descifrar problemas sin sentido. Capaz de leer los gestos de aquellos que le daban de comer. Capaz de sentir el miedo en el fondo de sus almas al acercarse a su jaula, de escuchar el latido de los corazones de sus iguales, de saberse tremendamente observado y estudiado. 
Un día, empezó a escuchar voces y músicas en su celda. Como si de un fantasma se tratara, voces que llegaban desde lo más profundo de su mente. Pensó que estaba loco, hasta que en el viaje a la sala de pruebas, comprobó que esas mismas voces se correspondían con lo que aparecía en la televisión del comedor del recinto y entendió que, fuera lo que fuera aquello que transmitía la señal a la televisión, también conseguía llegar a su cerebro. La información comenzó a sobresaturarlo. Todavía no se había acostumbrado a semejante volumen y, ondas de radio, de televisión, las correspondientes algún teléfono móvil y por supuesto las redes wifi estaban minando su paciencia enjaulada. Pero vivir encerrado sin tener nada más que hacer tiene sus ventajas y pronto empezó a poner en orden toda la información que pasaba por su cerebro superdotado. Le llevó exactamente siete meses dominar sus nuevas capacidades. Una vez conseguido esto, entendió en un lapso de treinta segundos lo que se había estado preguntando durante años: qué hacía allí y por qué lo mantenían captivo. 

Accediendo remotamente al servidor de la base militar en la que se encontraba, Mong descubrió que él y sus compañeros, eran un experimento del ejército comunista Chino, que en una carrera infinita por superar el poder armamentístico de Estados Unidos, había estado experimentando para crear el soldado de infantería más resistente y letal que jamás hubiera existido. Para ello, habían mezclado la composición genética de un humano común, con la de un animal con una coraza natural tremendamente resistente: el Pangolín. 

Los militares, habían creado el proyecto COVID, en el que 19 fetos humanos habían sido modificados genéticamente para crear súper soldados que, además de tener una fuerza y resistencia sobrehumanas obtenidas directamente de la genética del pangolín, disponían de: un receptor intracraneal capaz de recibir y procesar todo tipo de ondas, un sensor térmico dispuesto directamente detrás del globo ocular y todos los sentidos humanos magnificados. El dolor que sintió Mong en ese momento es difícilmente explicable. Aunque durante todos estos años no había creído una sola palabra de lo que le habían contado sus captores, siempre albergó una pequeña esperanza en creer que por lo menos su existencia era parte de un todo. En definitiva, algo más que un simple experimento en una probeta. Aquella noche, el sueño no vino a visitarlo, solamente las cucarachas del recinto y una extraña necesidad de venganza pasaron por su jaula. 

Mong no ha sentido nunca el miedo. Nunca ha sentido pena. Ni siquiera por sí mismo o sus compañeros. El día que decidió volar esa base militar y escapar, no hubo nada que pudiera detenerlo. Una noche de comité general (cuando la guardia era más baja), accedió a la sala de servidores, abrió las 19 jaulas e inmediatamente manipuló las electroválvulas que regulaban la caldera principal para crear una explosión que hiciera volar en pedazos todo el complejo. La detonación fue tan espectacular, que en ella murieron las trescientas sesenta personas que formaban parte del proyecto COVID. El hecho de que la base fuera subterránea hizo que la explosión fuera más violenta de lo normal. Para los compañeros de Mong la explosión tampoco fue un camino de rosas, pues pese a su increíble fuerza, sólo 12 de los 19 sujetos iniciales sobrevivieron. 

Entre los restos de la explosión, encontraron el material necesario para empezar a crear su propio cuartel general. Su fuerza les permitió realizar estos trabajos sin la necesidad de ningún tipo de máquina y si algo les faltaba, siempre podían recogerlo a través de la reserva de Shennongjia, aprovechando los conocimientos de botánica, geología y química con los que habían sido programados. 

La premisa de los Doce Pangolines fue siempre devolver la moneda a los humanos. Querían hacerles entender el sufrimiento y el confinamiento al que se habían visto sometidos desde su creación. Castigar el egoísmo de sus actos. Que entendieran la estupidez que supone invertir millones y millones en armamento cuando éste no puede solucionar los verdaderos problemas. Vengar a la tierra por años y años de ingente contaminación sin sentido. Pero también querían centrar sus esfuerzos en demostrar que la base más solida de lo que el ser humano conoce como poder, el dinero, es fácilmente despreciable cuando tienes que elegir entre la bolsa o la vida. 

Mong y sus compañeros comenzaron entonces a crear el virus que iba a cambiar el panorama mundial, que iba a generar toda la ansiedad que ellos pasaron durante años de cautiverio. Su objetivo principal era hacer sentir la falta de aire que sufren los animales con los que se experimenta en los laboratorios, muertos de miedo y ansiedad. En definitiva, diezmar la población de una especie ya de por sí enferma. 

No conformes con todo esto, en los sujetos capaces de soportar la falta de aire, el virus actúa diferente. Sus nano partículas se instalan en el sistema nervioso, cerebral y muscular. Se instalan en los huesos, en las órbitas y en cada pelo del cuerpo, de manera silenciosa. Lo más estremecedor del virus es que es capaz de crear máquinas de sufrir, manteniéndose en el anfitrión, aunque asintomático… infectado de por vida, creando canales de información a través de los tejidos, atrofiando los órganos y generando una especie de antena en la base del cerebro que retransmite todo lo que ve, siente o escucha a la base de los Doce Pangolines en la reserva de Shennongjia. 

Creías que nos vigilaban? Cuán equivocado estabas. A partir de ahora, todos nuestros movimientos serán controlados desde un remoto lugar de China por una especie muy superior, sobre la que poco o nada sabemos. 

Los Doce Pangolines y su virus el COVID-19, en honor a todos los compañeros que formaban parte del macabro experimento, han llegado para quedarse. Un nuevo gobierno oscuro, macabro y todavía más autoritario ha tomado el control del planeta. 
¿Estás preparado para afrontarlo?





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