El otro día encontré en Twitter dos imágenes compartidas por los compañeros de @ArteYAnarquia que me llegaron hasta la médula. Se trataba de un par de fotografías tomadas en el antiguo Hotel Ritz de Barcelona.
Curiosamente, ese mismo martes, había pasado por la puerta del hotel Ritz (Hoy “El Palace”) mientras iba en moto. Una familia con apariencia de tener mucho dinero, se bajaba de una furgoneta Mercedes negra, mientras los botones corrían a descargar sus maletas. Por lo visto, en ese momento debía de haber un poco de overbooking, pues no bastaba con la esquina que el hotel tiene reservada para que aparquen sus clientes y la furgona negra estaba monopolizando también un trozo de Roger de Llúria, calle de subida con mucho tránsito en la que se encuentra el hotel a su cruce con la Gran Vía. Los pitidos de los taxis y de la gente trabajando que no podía pasar no parecían incomodar a nadie en esa feliz situación, excepto a los botones.
El Ritz, tomado y convertido en comedor social, lucía lleno de gente que nunca se hubiera podido pagar una comida en él. Una venganza revolucionaria contra el poder y el capital. La gente compartiendo mesas, felices, como si estuvieran en casa de esa parte de la familia que sólo vemos por Navidad.
Contemplando semejante estampa, no pude evitar que me asaltaran unas cuantas dudas. ¿Qué pasaría si hoy el Palace se convirtiera en un comedor social? ¿Cuántas familias acudirían con sus hijos? ¿Podría hoy, ser tomado un hotel cualquiera y convertido en un comedor social o molerían a todo el mundo a porrazos antes de siquiera intentarlo?
Lo cierto es que no conseguía imaginar a una familia actual (de las que pueden irse a comer a un restaurante de vez en cuando) compartiendo mesa con desconocidos hambrientos sólo porque se ha conseguido abrir el Ritz al público. El triunfo que apreciaba en esas imágenes, era pues una victoria de otra época. Y el motivo es muy sencillo, llevamos un mundo viejo en nuestros corazones, un mundo en el que nos preocupábamos por los problemas de los demás porque eran los nuestros, uno en el que la solidaridad estaba por delante de las leyes dictadas. Uno, en el que pasamos mucha, mucha hambre.
Desgraciadamente, todavía hoy hay muchísimas familias que no llegan por mucho a fin de mes. Otras que no tienen dónde vivir. El resto sobrevivimos. Ahogados entre bienes que no necesitamos e hipotecas que nos consumen, que necesitan de nuestro aporte constante para no reventarnos la vida. Cómo un parásito malcriado y poderoso, que nos aísla y nos hace creer de alguna manera superiores a aquellos que no tienen nada. El Capitalismo de hoy ha conseguido que cualquier persona con una moral sana se convierta en cómplice de la barbarie. Cada vez somos más los semi-pobres convertidos en opresores de los pobres. Llevamos ropa fabricada en talleres clandestinos a base de explotar al personal, nuestros móviles están hechos con minerales de sangre y ensamblados en tiempo récord y salarios invisibles entre jornadas infinitas. Comemos fruta de otra época del año recogida por personas a miles de kilómetros de distancia y contaminamos el planeta para que llegue a nuestras manos. En definitiva, alimentamos este salvaje mercado para que siga siendo todo lo malo que ya es.
Lo cierto es que el Capitalismo nos ha vuelto arrogantes y egoístas: individualistas. Nos ha borrado toda traza de solidaridad, valentía, cultura, preocupación social, compañerismo o rebeldía. ¿Alguien va a renunciar al calor de su casa para ir a evitar que desalojen a una señora de 90 años? ¿Alguien va a arriesgarse de manera continua a la violencia del Estado para tomar uno de los hoteles más importantes de Barcelona y convertirlo en un comedor social? Sólo la revolución de unos pocos se mantiene hoy, la mayor parte de la sociedad está dormida.
Cada vez hay menos pobres, pero cada vez son peor tratados. Cada vez somos más cómplices de este sistema infame.
¿Hay vuelta atrás?
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